miércoles, 13 de abril de 2011

Tokio Blues (Norwegian wood), Haruki Murakami


—¿Has leído El capital de Karl Marx? —me preguntó Midori.
—Sí. Como la mayoría de la gente.—¿Y lo has entendido?
—Algunos pasajes sí, pero otros no. Para poder leer El capital, antes es necesario haber adquirido un sistema de pensamiento. Pero, en general, entiendo el marxismo bastante bien.
—¿Crees que un estudiante de primero de universidad que no haya leído muchos libros de
ese estilo puede entenderlo?
—Creo que no —dije.
—Cuando ingresé en la universidad, entré en un club de música folk porque me apetecía cantar. Pero aquel sitio estaba lleno de impostores. Cuando me acuerdo de ellos, se me ponen los pelos de punta. Al entrar allí, lo primero que te hacían leer era El capital. «Para el próximo día, lee de tal a tal página.» Según el discursito que nos soltaron, la música folk estaba íntimamente ligada a la sociedad y al movimiento radical. ¡Ya ves tú! En cuanto llegaba a casa, me esforzaba en leer a Marx. Pero no entendía nada. Aquello era peor que el modo condicional. Desistí a la tercera página. En la siguiente reunión dije que lo había leído pero que no había entendido nada. A partir de entonces me trataron de imbécil: que no tenía conciencia de los problemas, que me faltaba conciencia social... No bromeo. Y todo por decir que no entendía un texto. ¿No te parece alucinante?
—Sí.
—Los «debates» también eran terribles. Todos utilizaban palabras complicadas y ponían cara de entenderlo todo. Como no me aclaraba, volví a preguntar: «¿Qué es la explotación imperialista? ¿Tiene alguna relación con la Compañía de las Indias Orientales?». O esto otro: «¡Abajo la comunidad industrial-académica! ¿Significa que al salir de la universidad uno no puede encontrar trabajo en una empresa?». Nadie supo explicármelo. Al contrario, se enfadaron ostensiblemente. ¿Puedes creerlo?
—Sí.
—Me gritaban: «¿Cómo puede ser que no entiendas estas cosas? ¿Qué tienes en la cabeza?». Y ése fue el fin. Quizás yo no soy muy inteligente. Pertenezco al pueblo. Pero ¿no es el pueblo el que hace funcionar el mundo? ¿Acaso no es el pueblo el explotado? ¿Qué revolución es ésa en que se alardea de palabras complicadas que el pueblo no entiende? ¿Qué clase de cambio social es ése? Yo también quiero mejorar el mundo. Pienso que, si alguien está siendo explotado, esto tiene que terminar. Y de ahí vienen mis preguntas. ¿Tengo razón?
—Sí, tienes razón.
—Entonces llegué a la conclusión de que todos aquellos tíos eran unos impostores. Que se sentían felices fanfarroneando con palabras complicadas, que sólo pretendían impresionar a las alumnas de primero y meterles mano bajo las faldas. Y que, al terminar cuarto, se cortarían el pelo, buscarían un empleo en Mitsubishi-Shōji, en Tokyo Broadcasting System, IBM o en el banco Fuji, se casarían con unas bellezas que no hubieran leído a Marx en su vida y les pondrían nombres repelentes a sus hijos, de ésos rebuscados. ¿«Abajo la comunidad industrial-académica»? Era para llorar de risa... No te imaginas a los nuevos. Pese a no entender nada, ponían cara de sabelotodo y se reían de mí. Incluso me soltaban: «Eres tonta. Aunque no entiendas nada, tú diles "Sí, sí. ¡Y tanto!", y ya está». Hay una cosa que aún me molestó más. ¿Quieres que te la cuente?
—Sí.
—Un día nos convocaron a una reunión política a medianoche, y a las chicas nos dijeron que lleváramos veinte onigiri cada una. ¡No bromeo! ¿No te parece una discriminación sexual? Pero, en fin, como siempre era el motivo de la discordia, decidí hacer los veinte onigiri sin rechistar. Les metí umeboshi dentro y los envolví con nori. ¿Y sabes qué me dijeron? Que dentro de mis onigiri sólo había umeboshi y que no había traído nada más. Por lo visto, las otras chicas los habían rellenado con salmón o huevas de bacalao y los habían acompañado de tortilla. Me puse tan furiosa que no me salían las palabras. ¿Aquellos tíos que se llenaban la boca hablando de la revolución protestaban por unos onigiri que iban a comerse a medianoche? ¿No era suficiente para ellos unos onigiri con umeboshi dentro y envueltos en nori? ¡Pensad en los niños de la India!
Me reí a mandíbula batiente.
—¿Y qué hiciste con el club de estudiantes?
—Dejé de ir en junio. Ya estaba harta. No aguantaba más —explicó Midori—. La mayoría de chicos en esta universidad son unos idiotas. Viven temblando de miedo de que los demás se den cuenta de que no saben algo. Todos leen los mismos libros, dicen las mismas cosas, todos se emocionan escuchando a John Coltrane y viendo películas de Pasolini. ¿Es esto la revolución?
—Jamás he visto una, así que no puedo decírtelo.
—Si esto es la revolución, yo no la quiero para nada. Me fusilarían por no meter más que umeboshi en los onigiri. Y a ti te fusilarían por entender el modo condicional.
—Es posible —dije.
—Yo eso lo sé muy bien. Porque soy del pueblo. Haya o no revolución, el pueblo seguirá sin contar para nada y tirando para adelante, día a día. ¿Qué es la revolución? No es sólo cambiar el nombre del ayuntamiento. Pero aquellos personajes no tenían ni idea. Ellos fanfarroneaban diciendo tonterías. ¿Has visto alguna vez a un inspector de Hacienda?
—No.
—Yo sí. Muchas veces. Entran tan resueltos en las casas ajenas, dándose importancia: «¿Qué es este libro de contabilidad? Veo que todo está un poco manga por hombro. ¿De verdad cree que esto es un gasto? Enséñeme los recibos. ¡Los recibos!». Nosotros estábamos agazapados en un rincón de la tienda y, al llegar la hora de comer, hacíamos traer sushi. Mi padre jamás intentó estafar con los impuestos. Él es así. Chapado a la antigua. No obstante, el inspector de Hacienda iba protestando por todo. «Los ingresos son un poco bajos, ¿no le parece?» Los ingresos eran bajos porque ganábamos cuatro perras. Cuando nos decía eso nos sentíamos humillados. Me daban ganas de gritarle: «¡Vete a hacer eso a un sitio donde haya más dinero!». Watanabe, ¿crees que si triunfara la revolución cambiaría la actitud de los inspectores de Hacienda?
—Lo dudo muchísimo.
—Entonces yo no creo en la revolución. Yo sólo creo en el amor.
—¡Di que sí! —grité.
—¡Eso es! —exclamó Midori